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El Espíritu Santo en la Revelación y en la Iglesia. Dumitru Staniloae.

viernes, agosto 24, 2012 Posted by JDavidM

El Espíritu Santo, introduciendo la energía divina en lo profundo de la criatura, suscita al mismo tiempo, en la medida que esta energía viene enteramente de Cristo, una sensibilidad por Dios, por la presencia y la acción divinas en la vida humana y en el mundo.Sin el Espíritu, escribe San Atanasio, somos extraños a Dios y estamos lejos de Él. Por el Espíritu participamos de Dios. Pues estar en Dios no depende de nosotros, sino del Espíritu que está en nosotros y reside en nosotros, mientras lo conservamos en nosotros por la confesión (de la fe)” (Or. III contra Arianos, PG 26, 373). En el Espíritu Santo, y por consiguiente en Cristo, Dios deifica la criatura, porque el Espíritu la vuelve transparente a Dios. “En él (el Espíritu), nota de nuevo San Atanasio, el Verbo glorifica la criatura y, deificándola, la presenta al Padre. Así Aquél que unifica la criatura con el Verbo no podría ser el mismo una criatura” (Ep. ad Serapionem, PG 26, 589).

Esta sensibilidad es, en primer lugar, la capacidad que recibe el alma de percibir a Dios más allá de todo. Mas aquél al que vuelve sensible a Dios, lo vuelve también a su semejantes: ve a Dios en ellos y los ve en Dios. Tal sensibilidad por Dios vuelve, pues, al hombre, plenamente humano.

El primer grado de dicha sensibilidad es la fe. A medida que ella se desarrolla, la intuición de la realidad trascendente y, sin embargo, omnipresente de Dios, no cesa de aumentar en el hombre. El que tiene tal sensibilidad ve a Dios en todas partes, en todas las cosas. Implantada en el alma por el Espíritu, esta sensibilidad es, a la vez, por el Espíritu Santo y por el hombre. Este sentimiento de estar siempre y en todas partes en presencia de Dios impulsa a una oración incesante.

Dicha sensibilidad es, al mismo tiempo, un profundo afecto y un sentimiento agudo de responsabilidad para con Dios. Los Padres griegos la llamaron aisthêsis toû noos, “sensibilidad del Espíritu” (Diodoco de Fotice, Sermón ascético, 34, 36, 37, 39)

La responsabilidad puede tomar la forma de temor, de obediencia a una misión, de la obligación de evitar el pecado, de llevar una vida pura. Toda esta gama de sentimientos es producida por el Espíritu Santo. En el ser humano, criatura ínfima, la responsabilidad para con Dios que suscita el Espíritu toma la forma de adoración si es afecto puro, o de temor y temblor si se asocia a la conciencia del pecado, o aún de una misión interior si descubre la obligación absoluta de cumplir la voluntad de Dios. Sólo el Espíritu puede despertar en nosotros la respuesta al amor y al llamado del Padre, que el mismo Espíritu nos trae. Sólo el Espíritu puede dar a dicha respuesta su carácter de fervor y gozo. Sólo el espíritu puede hacernos participar de la sensibilidad y la responsabilidad del Hijo para con su Padre.

Todas estas actitudes aparecen en aquellos que reciben la Revelación. Si en las primeras etapas de la Revelación, el Espíritu de Dios ha sobre todo impresionado a los hombres con manifestaciones de poder, en medio de actos exteriores extraordinarios, a partir de los profetas su acción se expresa más bien por la fuerza espiritual y moral que les ha dado, así como a otros hombres de Dios. Y tal don implica la colaboración del hombre, su esfuerzo por profundizar su relación con Dios, por cumplir la misión que le ha sido confiada, por llevar una vida conforme a la voluntad divina.

La inhabitación y la operación en el alma caracterizan al Espíritu Santo porque el alma, por naturaleza, está preparada para dicha acción en ella del Espíritu. Como expresión de la hipostasis humana, el alma es una imagen del Logos divino y, por la atracción que siente naturalmente para con el Dios personal y las personas humanas, tiene en sí misma desde el principio el Espíritu de Dios. Debilitando dicha tendencia en la relación con la Persona suprema y con las demás personas humanas, el pecado ha puesto al alma en un estado contrario a su naturaleza. La inhabitación del Espíritu restablece y fortalece el alma en su capacidad de relación con Dios y el prójimo; de ese modo la restaura en el estado conforme a su naturaleza –pros to ek phuseôs kallos– como dice san Basilio el Grande (De Spiritu Sancto, PG, 109).

El Espíritu Santo, justamente porque representa la perfección de la relación entre la persona del Hijo y la del Padre, tiene la capacidad de fortalecer la relación del sujeto humano, como imagen del divino Hijo, con Dios y con cada sujeto personal.

Es así que el alma se vuelve transparente a Dios y Dios se vuelve transparente para el alma. La santidad es el estado de transparencia del Espíritu volviéndose como la interioridad del alma, al mismo tiempo que la transparencia del alma se vuelve como la interioridad de Dios. Es solamente unificando su subjetividad con la subjetividad del Espíritu, santo por esencia, que el hombre puede santificarse. Unificado con el Espíritu, el alma se vuelve transparente, ve al Hijo y al Padre, hace resplandecer a Dios alrededor suyo. Es el Espíritu, en tanto que Tercero, quien abre al hombre con Dios y al hombre con el hombre, porque es él mismo capacidad suprema de apertura.
Incluso antes de la encarnación, el Espíritu Santo irradiaba del Verbo. Sin embargo, es en Cristo que se realiza el pleno retorno del Espíritu Santo en el ser humano. Cristo, siendo la hipostasis que ha hecho suya la naturaleza humana, lleva en su propia humanidad el Espíritu en plenitud. En la encarnación del Hijo, el Espíritu se encuentra hipostáticamente unido a aquél como lo está desde toda la eternidad. Cristo, como hombre, recibe así por siempre el Espíritu como lo han recibido los grandes conductores y profetas de Israel. Mas él recibe al mismo tiempo el Espíritu enteramente, como aquellos no lo han recibido. Es Espíritu como hipostasis reposa permanentemente sobre el Hijo durante su encarnación también. Esto es lo que se revela en el Bautismo, cuando el Espíritu aparece entre el Padre y el Hijo encarnado, uniéndolos en cierto modo y moviéndose del uno al otro. El Padre nombra a todos al Hijo encarnado, sobre el cual planea el Espíritu bajo la forma de una paloma: Este es mi hijo amado, en quien tengo puesto todo mi afecto (Mt. 3, 17)

La encarnación del Hijo permite esta manifestación. En tanto hombre, el Hijo responde en nombre nuestro al amor del Padre con un amor obediente hasta el sacrificio de la cruz; tal respuesta permanente la da en el Espíritu que reside entre él y el Padre. Cristo, en tanto hombre, eleva al más alto grado la sensibilidad humana para con el Padre y la responsabilidad humana para con todos los hombres. Es por eso que eleva también al más alto grado la oración que dirige al Padre en favor de todos sus hermanos en humanidad y por toda la creación. De allí viene que recibe, en tanto hombre, el poder más alto de parte del Padre: el poder sobrenatural del amor, poder capaz de transformar las almas y sobrepasar los límites de la naturaleza.

Sin embargo, dicho pleno poder sobre las almas, por el cual las vuelve sensibles a Dios y provoca, sin destruir las leyes de la naturaleza, efectos que no provienen de ésta, Cristo lo manifiesta solamente en el momento de su resurrección y, sobretodo, en el de la ascensión de su cuerpo, cuando su naturaleza humana, completamente deificada, se vuelve plenamente transparente para el Padre y para los hombres, cuando realiza, en tanto hombre también y de una manera integral, su capacidad de comunión con el Padre y con los hombres.

El Señor promete a los apóstoles que el Espíritu Santo los llenará también de su fuerza. Cuando el Espíritu Santo venga sobre vosotros, recibiréis una fuerza (Hch. 1, 8). Sin la fuerza del Espíritu, es decir, sin Pentecostés, la Iglesia no habría llegado a la existencia concreta y no habría durado. La Revelación no sería impuesta como una evidencia. Mi palabra y mi predicación, escribe Pablo a los Corintios, no tenían nada del lenguaje persuasivo de la sabiduría, sino el Espíritu se manifestaba con poder, para que vuestra fe fuera fundada, no sobre la sabiduría de los hombres, sino sobre el poder de Dios (1 Col. 2, 4-5; cf. 1 Ts. 1, 5).

Se puede, pues, considerar que el Espíritu está implicado en todas las partes donde la Escritura evoca el poder con el cual el Evangelio se ha extendido. Ya que la Buena Nueva es poder de Dios para aquel que cree (1 Co. 1, 16). La Iglesia, como Reino de Dios en marcha, comienza con la penetración en las almas de aquel Evangelio de poder, después dura y se desarrolla por él: porque el Reino de Dios no consiste en la palabra, sino en el poder (1 Co. 4, 20). El Espíritu Santo, descendido en Pentecostés, no funda solamente la Iglesia, sino permanece en ella con el torrente de sus energías increadas, invisibles pero operantes.

La Escritura, señalando que el Reino de Dios consiste en el poder, ha indicado por ello que el Espíritu y su fuerza se manifiestan en la Iglesia. La Iglesia es la revelación de Dios en Cristo, cuya eficacia prosigue por el Espíritu y su poder. Ella continua la Revelación en Cristo, no como un incremento de su contenido, sino como actualización en el Espíritu de la presencia activa de Cristo que se ha plenamente revelado por sus actos y palabras y por la de los apóstoles.

Por el Espíritu, tomamos conciencia de nuestra unidad con Cristo y entre nosotros, en tanto cuerpo de Cristo. Por la experiencia del poder del Espíritu, Cristo se nos vuelve transparente.

Es también por el Espíritu, que Dios mantiene el mundo, actúa en él y, a través del misterio de la Iglesia, lo conduce hacia su telos, hacia su realización. Es por el Espíritu Santo que los hombres acogen la Revelación de Dios: y que Dios, en ellos, puede actuar. Es en las aguas vivas que manan del Espíritu Santo que la Iglesia abreva sus raíces, y en las que sus miembros extraen la fuerza, la fe, el progreso en la santidad. Es por el Espíritu Santo que se actualiza y despliega la comunión de aquellos que ponen en Cristo toda su fe.

Así, igual que en la Trinidad, el Espíritu Santo muestra que el Padre y el Hijo son distintos, mas uno en esencia, unidos por el amor; del mismo modo el Espíritu Santo nos consagra como personas enteramente distintas edificándonos en la Iglesia, uniéndonos por la alegría de una entera comunión. Por el Espíritu Santo entramos en el amor del Padre y del Hijo, sentimos, incluso en la distinción, todo el fuego del amor del Padre para con su Hijo y para con nosotros en la medida en que estamos unidos al Hijo; el Espíritu Santo es el fuego –fuego distinto, hipostático- que irradia del Hijo vuelto nuestro Hermano, que arde en nosotros volviéndose nuestro propio amor filial por el Padre. Por el Espíritu Santo nos sentidos unidos en Cristo y orientados hacia el Padre, y así formamos la Iglesia: Ubi Spiritus Sanctus, ibi ecclesia (donde está el Espíritu Santo está la Iglesia) decía San Ireneo, y este adagio puede invertirse: Ubi ecclesia, ibi Spiritus Sanctus (donde está la Iglesia está el Espíritu Santo). Mas San Ireneo precisa: “Donde está el Espíritu Santo está la Iglesia, y donde está la Iglesia, está la verdad”. Yo diré que la verdad es la plenitud de la realidad. Y la plenitud de la realidad es Dios hecho hombre, es la comunión con Él.

Y semejante es la Iglesia. La experiencia de la plena comunión personal se ha hecho posible para nosotros por la Encarnación. No hay comunión más que con una persona, y la persona perfecta, que se vuelve plenamente accesible en su misterio infinito –y conservando enteramente dicho misterio- es Dios encarnado, es Cristo. No hay verdadera vida, verdadero gozo, mas que en nuestra comunión con Cristo y en él, es decir, en la Iglesia.

Mas Cristo no puede hacer brillar en nosotros dicha comunión más que porque él mismo vive en la comunión infinita, perfecta, de las Personas de la Trinidad. Dándonos el Espíritu Santo, Cristo nos da el Espíritu de dicha perfecta comunión trinitaria.

El hombre agoniza cuando es privado de toda comunión con otro hombre. Mas la comunión entre personas humanas agoniza cuando no encuentra su fuente y su fundamento en Dios, Persona infinita o, mejor dicho, Unidad infinita de Personas divinas.

La relación entre persona y persona es la única vía de la realidad y del misterio. Es la profundización plena del amor de una persona en otra, y solamente esto procura la vida y la alegría. Mas no se puede obtener la revelación del otro como profundidad que brota, como fuente de una vida sin límites, mas que si el Espíritu Santo nos muestra al otro en Dios, en el misterio del Dios personal que se revela. La única persona de la cual brotan inagotablemente la vida y la luz es Cristo. Las experiencias místicas que buscan hoy en día los jóvenes en el yoga o en la metafísica hindú están condenadas al fracaso porque no desembocan en la comunión personal con Cristo, en la inagotable profundidad y calor de su persona divino-humana. Es solamente en la persona divino-humana de Cristo, conocida gracias al fuego del Espíritu, que la persona humana se salva del infierno de la soledad. Porque no es más que en comunión plena e inagotable con la persona de Cristo, y únicamente en Jesucristo, que encontramos al Espíritu de una incansable comunión entre los hombres, encontramos la Iglesia.

Por todas estas razones el Espíritu Santo es la Persona que hace del hombre una zarza ardiente, que nos llena de la luz de Cristo si intentamos sin cesar vivir en Cristo teniendo siempre en nuestro pensamiento el nombre de Jesús. Mas sólo la Iglesia puede sustentar en nosotros la oración incesante la oración incesante a Jesús. Como dice Olivier Clément, la Iglesia es en el mundo la gran zarza ardiente cuya fuego infinito no es otro que el Espíritu Santo.

Contacts, vol. XXVI, nº 87 (1974).
Reproducido en Prière de Jésus et expérience du Saint-Esprit,
DDB (Théophanie), 1991. 

Tomado íntegramente de: 
http://www.ecclesia.com.br/biblioteca/teologia/dumitru_staniloae_el_espiritu_santo_en_la_revelacion_y_en_la_iglesia.html

Sobre el amor a (y de) Dios y al prójimo: la responsabilidad del cristiano. D. Staniloae

sábado, octubre 15, 2011 Posted by JDavidM


Respondiendo a nuestras necesidades, Cristo nos mostró claramente que, para servirnos unos a otros, nos necesitamos unos a otros.  No es suficiente servir de forma exterior, debemos darnos a nosotros mismos. Este hecho es la base del sacrificio de uno mismo, la base del amor. Sólo así podemos crecer, para tener una comunión real. Nosotros estamos llamados a servir así como cuando corremos a solventar una deuda. La raíz debe estar en el amor: para que puedas ver el misterio del otro, para ver en él un ser sin condición. Este es un misterio tácito, extraordinario, amar, profundizar espiritualmente con el otro, estar atento lo que significa el otro que me necesita. Servirle como si fuera el mismo Dios, como frente a un ser transparente que viene de Dios.

Es un misterio silencioso, que me sobrepasa. Y, sin embargo, el hecho es que el Hijo de Dios vino en el tiempo, asumiendo voluntariamente su necesidad de mí, mostrándome que me necesita. Quiere que le ame. Todo lo que Dios nos da no estaría completo si Él sólo nos amara, sin necesitar también nuestro amor. En esto radica el abandono de sí mismo, de parte de  Dios: en el hecho de aceptar que nos necesita. Aquí se manifiesta el valor intrínseco y eterno que puso en nosotros. 
Mucho he deseado comer esta Pascua con ustedes antes de padecer (Lucas 22,15).

Mira que estoy a la puerta y llamo: si alguno escucha mi voz y me abre, entraré en su casa y comeré con él y él conmigo (Apocalipsis 3, 20).

Pueblo desagradecido, regresa de tu desvío, a Aquel que has abandonado. Mira cuánto te ama y viene hacia tí, dándote vida y resurrección (del Sábado Grande, tono 5).
Cristo nos ha revelado nuestra responsabilidad frente a la creación, frente a los demás y frente a Él mismo. Por esto, Él nos ha revelado nuestro valor y su necesidad de nosotros. Me descubro responsable frente a Dios, responsable de hacer evidente su presencia en el mundo. Sólo con pensar en esta responsabilidad, en lo que valgo para Él, me lleno de un sutil temor...
Señor Jesús, dame poder para saber llevar esta responsabilidad!
Él se hizo a sí mismo dependiente de nosotros. Él mismo se ha puesto en necesidad. Se ha vestido como un mendigo, dependiente de mi propia piedad. Se ha puesto en una situación, por la que se alegra de mi amor y sufre con mi indiferencia. 
 
Este hecho demuestra la relación de familia que hay entre Dios y nosotros; no tomamos suficientemente en serio nuestro carácter de imágenes de Dios. No podemos concebirle más como un ser rígido y majestuoso, siempre indiferente. Él nos ama, nos ofrece una atención infinita. Muestra un amor encendido hacia nosotros..
Jesús, amor infinito de Dios para los hombres, ten piedad de nosotros! Toca nuestros duros corazones, abrázanos con el amor a Tí. Concédenos amarte como Tú nos has amado, para poder amar a los demás como Tú los amas. Por tu amor a la humanidad, gloria a Tí!
Este amor a través del servicio, de Cristo frente a Dios y frente a los hombres, es la base de la Iglesia. Ella se fundamente en el amor de Dios hacia los hombres, amor que a su vez hace que cada hombre sea responsable frente a Dios y frente a los demás. Por esto, la Iglesia es un pueblo de servidores, un pueblo responsable en la historia.

Existe una profunda unidad entre nosotros, los bautizados. Sentimos una profunda dependencia entre nosotros, una profunda obligación frente a los demás. Intentemos profundizar esta solidaridad, esta unidad en Dios. Esta unidad nos viene de Cristo: el origen de la Iglesia como unidad está vinculada a Cristo, de la responsabilidad de Cristo. Él no sufrió sólo porque los hombres viven en infelicidad, porque son pecadores y tristes.  Él sufrió en la Cruz, constatando que los hombres no le aman. Aunque les dió todas las muestras de Su amor, fue abandonado por aquellos.

Él vivió no sólo el sentimiento que el Padre le abandonaba, sino también que los hombres le habían abandonado. Abandonado por Dios y por los demás... Nuestra fe cristiana guarda todavía tanta profunidad, que los teólogos tienen que saber valorar!

La palabra ha devenido plenamente eficaz en nosotros, provocando una respuesta adecuada a ella. El misterio de la Cruz de Cristo probablemente expresa el misterio del amor ignorado o incluso rechazado. Pero en este rechazo, el amor se muestra una vez más, en su gratuidad y en su forma absoluta. Porque este aspecto supone también el sufrimiento, que a su vez es también una muestra de la grandeza del amor. Cómo saber si amas verdaderamente a alguien, si no has sufrido por él?  Si no he sufrido por tí, cómo podría atreverme a decir que te amo?   Mi sufrimiento es al mismo tiempo una felicidad, porque a través de ella se muestra la grandeza del amor. Es una "tristeza que hace nacer la felicidad" (San Juan Climaco) 

La Iglesia se crucifica por amor. Por amor a Dios, se entrega totalmente, en una entrega que sufre también rechazo. Este amor es una forma de darse, pero respetando la libertad del otro.. Darte, sin imponerte: esto significa servir. Ayudar a los demás, orar por ellos, salvar vidas, pero todo sin someter su libertad, sin atentar contra su libertad: esta es una gran responsabilidad. Porque el individuo no puede crecer si no es libre.

Señor y Dios nuestro, dales tu Espíritu Santo para que Te conozcan a través de Él.
La Iglesia es la unidad de hombres y mujeres, en la que la conciencia de la responsabilidad en Cristo ha alcanzado un nivel más alto de pureza. Ellos, entonces, empiezan a conocer que tienen una responsabilidad más alta frente a los demás, frente a todas las personas y no solamente frente a los demás miembros de la Iglesia; talvez sólo así podamos hacer accesible el Evangelio a los otros. Los apóstoles  y sus discípulos más inmediatos, de los primeros siglos, fueron ganando así a todo el mundo! Actualmente y con esfuerzo, logramos ganar uno o dos... No tenemos más aquel fuego de responsabilidad, aquel fuego que viene del Espíritu Santo, dado por el Hijo y a través del cual el Hijo se da al Padre. Espíritu por el cual Cristo aceptó sacrificarse por nosotros y a través del cual sopló en nosotros aquella responsabilidad.

Esta responsabilidad debe vincularse al trabajo del  Espíritu Santo.  Es el fuego, la insistencia de trabajar por los demás, de darte a los otros, de entregarte a Dios. En este sentido, no podemos reconocer en la Iglesia el Cuerpo de Cristo, si ella no se entrega también. Este cuerpo recibe de Cristo el fuego de la responsabilidad por el que los bautizados se unen con los demás, y que se extiende en todo su alrededor. 

Actualmente, entre los cristianos, existe a veces un activismo social muy sincero, pero sin fundamento. Tenemos conferencias en las que se discute encendidamente sobre la evangelización y las misiones. Se habla mucho sobre la responsabilidad, del hecho de estar al lado del que sufre, por ejemplo, en el tercer mundo. Pero no se dice nada sobre la raíz de la responsabilidad en Cristo. Falta una teología de la responsabilidad. Los hombres encuentran un alivio material para sus vidas, pero permanecen sin fe, porque no se les transmite el fuego de la responsabilidad en Cristo.

La responsabilidad de la Iglesia es aquella de ayudar a las personas a encontrar a Dios en forma personal. Las soluciones puramente materiales a la condición humana, no son suficiente. Es necesario que todo sea expresión del amor, del amor de Dios hacia los hombres, del amor de aquellos que buscan la vida eterna.  ¿Qué gana el individuo si de todas formas no se encuentra con Dios, si no llega a conocer al Padre y su amor sin límites?

Si un niño llora, la mamá puede detener las lágrimas dándole un  regalo. Pero. ¿Y si lo que el niño quería era, de hecho, el amor sincero de su mamá? Entonces, a pesar del regalo seguirá en su frustración, en su falta de consuelo.

El hombre  se desarrolla en esta responsabilidad. Debemos practicar el ejercicio de esta responsabilidad, sin separar nuestra propia realización en la unidad, del amor recíproco, completo.   De esta manera, podremos hacer una síntesis entre fe en Cristo y acción social; podemos dar una base seria, fuerte, llena del fuego de nuestra acción.

De lo contrario, sin un fundamento fuerte del amor en Cristo, nos estará manejando el espíritu de dominación. Si todos sienten su responsabilidad frente a Cristo, Quien vive en ellos y en la historia, existe entonces una posibilidad de crecer en comunión real, en amor sincero. Podremos entonces sentirnos, en evidencia plena, en comunión con el Padre, podremos sentirnos hijos del Padre y hermanos de Cristo. Es el signo de una verdadera fraternidad, de una verdadera herencia divina. Este es el objetivo: no solamente una satisfacción material, sino una satisfacción que vine de la plena comunión espiritual, que le ofrece al hombre la vida verdadera.
Para que viendo ellos nuestras obras, alaben también a Dios!
Si nos unimos a Cristo, en un momento dado desaparecerán todas las diferencias entre los hombres, toda separación, toda duda. Los hombres estarán, entonces en una verdadera y total comunión. No existirá ninguna diferencia entre el otro y yo, entre Cristo y yo. Tendremos entonces a Cristo como  hermano, a Dios como padre. Entonces será la profusión de todas las bondades espirituales de Dios, del Su inmenso amor. Será entonces la vida en sus riquezas,  en su plenitud eterna. Porque actualmente vivimos en pobreza, no sólo material, sino principalmente espiritual, en un gran vacío espiritual.

Entonces tendremos una riqueza que crecerá sola, una plenitud sin límites, una luz eterna, una riqueza espiritual, una profundidad en el sentido del amor eterno. Será algo que ahora es imposible de describir.

Pareciera increíble el solo hecho de pronunciar las palabras anteriores.  Pero nos podemos preguntar si un amor que merezca ese título, puede existir sin una determinada dimensión profética. Amar presupone la fe en un crecimiento infinito, un perfeccionamiento infinito de quien ama y quien es amado. Porque el amor implica de manera inexorable una dimensión profética de la fe. Quien ama en verdad, cree en el perfeccionamiento futuro del ser amado. Amar a alguien significa profetizar sobre él, significa verle en su perfeccionamiento futuro, en su plenitud.

Por ser la encarnación y la expresión del amor de Dios hacia los hombres, la Iglesia tiene el valor de profetizar en la historia. La fe en el regreso glorioso de Cristo, es la fe en la realizción plena de las promesas que contiene el Evangelio.

Deben existir entre nosotros, cristianos, seres capaces de llevar a cabo este alto llamado.  Al mismo tiempo, ellos podrán testimoniar lo que para los demás pareciera ser inaccesible. Existen seres insatisfechos, que buscan llegar más lejos del cumplimiento del Evangelio, afanándose, pidiendo perdón por sus imperfecciones, por el corto nivel al que han llegado. Están siempre en una tensión permamente, buscando llegar a un escalafón más alto. Buscar en verdad, unos en mayor medida, otros en una menor, ser capaces recíprocamente de alcanzar esta plenitud, ése es el contenido del llamado que hace Cristo, Él crea en nosotros esa tensión, llamándonos hacia Él.

Podemos vivir en esta tensión, como lo hacían los cristianos de los primeros siglos.  Muchos de entre ellos aceptaban con alegría el martirio. Luego, cuando la Iglesia fue aceptada oficialmente por el Estado, el problema del martirio cambio de forma: se va al desierto, se abandona todo, se da todo. También actualmente se manifiesta esta tensión en nuestra vida, renunciando a ser como el resto del mundo, que promueve una ideología pero que no realiza ningún cambio interior.
No debemos decir que tenemos una vida diferente, sino debemos hacerlo evidente, sin vanagloriarnos para impresionar a los demás. 

Muchos escritores e intelectuales se burlan de los miembros de la Iglesia, pero, si vieran un cristiano verdadero, un sacerdote verdadero, lo buscarían, lo respetarían: “cómo es posible que alguien viva así? Hagámoslo también nosotros!” No se trata solamente de buscar la palabra correcta, de poner en evidencia la espiritualidad de nuestra enseñanza. Debemos ante todo ser diferentes hacia los demás, sin pretender que hemos llegado a serlo.

Debemos tener el valor de seguir a Cristo...

“Por esto sabrán los hombres que sois discípulos Míos, al amarse unos a otros” (Juan 13, 35).
Amigos, procuren que el miedo no los aparte de Mí! Porque padezco, pero es por el mundo que padezco! No he venido a ser servido, sino que Yo soy quien sirve y doy mi alma por la salvación del mundo. Si sois mis amigos, sígamne, y aquel que quiera hacerse grande, que se haga pequeño...
Señor y Dios mío, dí a mi alma: levántate, ven y sígueme! Sé paciente conmigo, porque deseo obrar junto a Tí. Por tu amor a la humanidad, gloria a Tí!




(Mica Dogmatică vorbită. Dialoguri la Cernica– P. Dumitru Stăniloae. Traducción libre (de la cual me hago responsable), del texto aparecido en razbointrucuvant.ro. Imagen del blog de Vasile Calin)