Veo hacia el cielo.
Veo nubes negras, enormes nubarrones dirigiéndose hacia el Este;
sobre las montañas flota una densa neblina. Quisiera volar alto, muy
alto, allí donde no hay nadie, ni preocupaciones, ni aflicciones.
Mis ojos observan todo y quisiera atravesar con la mirada todas esas
nubes, hasta alcanzar el cielo límpido y azul de la paz de Jesús.
Extraño a Jesús. Extraño al Hijo de la Virgen. Extraño a Aquel
que tanto sufrió por mí. Extraño a Aquel que murió en la Cruz por
culpa de mis pecados. Extraño a Aquel que subió al Cielo, por
nuestra salvación. Extraño a Cristo crucificado. Extraño al Jesús
que estuvo hambriento y sediento, para que yo pudiera salvarme.
Siento un enorme vacío en mi corazón. Siento que algo le falta. Me
duele el corazón y no sé por qué. Estoy ahíto y, sin embargo,
tengo hambre de algo. No me falta el agua y, sin embargo, una
terrible sed me atormenta. He descansado suficientemente y, sin
embargo, un cansancio interior me derriba. Estoy bien abrigado y, sin
embargo, un invisible viento golpea sin piedad mi alma. Un vacío
enorme, una carencia indecible, una sed y hambre se hacen sentir en
mí, porque todavía no tengo en mí a Jesús. Cansancio, viento,
frío, el dolor de corazón, todo esto me atormenta porque llevo ya
muchos años viviendo en pecado.
Ciertamente, desde hace muchos años
no hago sino pecar; desde hace mucho tiempo estoy enfermo y aún no
he sanado. Aunque me asisten expertos doctores, dándome medicamentos
adecuados, sigo yaciendo en mi enfermedad y gritando que nadie podrá
sanarme. Jesús es mi médico, el arrepentimiento es mi medicamento,
pero yo soy quien no quiere sanar. Estoy amarrado con las duras
cadenas de los malos hábitos y las perversiones, muriendo
lentamente. Por eso mi alma está vacía, por eso sufro
permanentemente y no encuentro consuelo. Por eso mi corazón es
siempre un vacío profundo que nada puede llenar, una ausencia
inmensa que nada logra compensar.
El pecado. El maldito
pecado me vence. Me domina. Me conduce. Y Jesús, el buen Jesús está
lejos, muy lejos de mí. Mis malos hábitos han escarbado un abismo
entre Él y yo. Por eso, aunque yo lo busco, no logro alcanzarlo, lo
llamo a gritos, mas Él no puede escucharme. Le hablo y Él no me
responde. Le ruego, llorando, pero no viene a consolarme. Una
invisible mano me somete. Siento una misteriosa necesidad en el
corazón, y no sé cómo deshacerme de ella. Le he fallado a Jesús,
he pecado constantemente y ahora que ya estoy viejo, estoy pagando
todo lo que hecho en mi vida. Y me da miedo morir, me da miedo pensar
en el juicio de Dios, me da miedo lo que tendré que compensar por
mis pecados.
Y me digo a mí mismo
que necesito encontrar serenidad, algo de paz para descansar al menos
un poco. Para orar y llorar por mis pecados. El viento sopla con
fuerza y el bosque parece desierto. ¡Cómo quisiera alejarme un
poco, aunque sea un momento, de las olas y preocupaciones de esta
vida, para sentarme en soledad al pie de un árbol, para llorar un
poco, orando para que el Señor Jesucristo me escuche. Sé que soy
pecador, reconozco que me he equivocado, confieso que soy merecedor
de castigo, sé que sólo arrepintiéndome podría ser perdonado. Sin
embargo, me veo tan lleno de vicios, que no me quedan fuerzas para
luchar con mis propios errores. Me dejé vencer por mi propio cuerpo,
por mis sentidos, por el mundo que me rodea y por el maligno. Yazco,
golpeado por la muerte, en el camino de mi vida y nadie se apiada de
mí. No hay nadie que ponga un poco de aceite en mis heridas y nadie
me recibe en su casa. ¡He sido vencido por mis faltas y nadie puede
romper esas amargas cadenas que me atan!
Por eso, viendo que
soy el más grande pecador, viendo mi insensato corazón, confieso y
creo que sólo con mis lágrimas, el llanto de mi corazón, sólo así
podré acercarme a mi Señor Jesucristo, a Quien tanto he enojado.
Quisiera llorar solo, en algún lugar lejos del mundo, lejos de los
demás, lejos de mis padres y mis hermanos, lejos de tantas
preocupaciones, lejos de mis faltas, lejos de mis pecados. Allí,
sólo allí, en el reino de la contrición, en la tierra de las
buenas obras, allí donde no soplan los vientos fríos y desiertos,
donde ya no existe el dolor, ni la enfermedad, ni el miedo, ni la
muerte, sino la felicidad eterna, el llanto de alegría, la oración
silenciosa, el canto de alabanza, la añoranza de la eternidad...
Allí, en ese bello lugar, pero tan lejano, allí quisiera vivir,
allí quisiera morir, lejos, bajo la sombra de la Cruz de Jesús.
Amén
Traducción libre del texto publicado en ortodox.md
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