La Ortodoxia es idéntica en fe y culto, con el contenido de fe y de
culto cristiano original. Pero el hecho paradoxal y absolutamente auténtico es
que, siendo en su esencia una extensión de la fe, culto y espiritualidad de la
Iglesia indivisible desde el principio, la Ortodoxia sigue respondiendo
perfectamente a las necesidades espirituales actuales de los pueblos que le han
conservado. Ella no ha modificado su esencia después de tantos períodos
históricos por los que la humanidad ha atravesado en estos dos mil años. Ella
no ha hecho del elemento temporal de unos u otros de esos momentos históricos,
elementos esenciales de su ser, de manera que ahora le sea difícil eliminarlos.
Ella no se medivalizó como el catolicismo romano, no es un producto de las
manifestaciones renacentistas como el protestantismo y no busca ni siquiera
ahora alguna modificación esencial para adaptarse a los tiempos actuales, por
medio de la secularización. Ella ha permanecido en los valores esenciales y
permanentemente humanos de la devoción, de las preocupaciones simples,
profundas y permanentes del hombre en su relación con lo absoluto. Ella ha
ayudado al hombre a dar una respuesta a las distintas preguntas surgidas a
través de los tiempos, a través de la respuesta que le ha dado siempre a las
preguntas fundamentales. Ella no se identificó con la dura armadura y las
complejas formas de lucha del caballero medieval, ni con el severo traje y el
código social disimulador del burgués individualista, sino que ha mantenido el
mismo vigor de movimiento y simpleza de pensamiento, así como la manifestación
directa y esencial del hombre natural de siempre, logrando ser siempre la misma
y siempre actual.
La Iglesia Ortodoxa no introdujo en su santuario interior y no dejó
que penetrara los rasgos simples de su fe, las diversas y complicadas
invenciones de algunos instruídos, quienes se dejaron llevar más por el deseo
de ciertas delicias de gimnasia intelectual, que por la emoción profunda y
completa de la relación de misterio entre el hombre y Dios. La Ortodoxia no
mezcló nunca los arabescos innecesarios de la mente humana en la esencia
simple, insondable y grandiosa, permanente e inevitablemente vivida del
misterio de la salvación. Podría afirmar que ella ha mantenido siempre un
carácter popular, y el pueblo, en su naturalidad, ha estado siempre abierto
solamente a los problemas reales y esenciales de la vida.
Por eso, la Ortodoxia ha ganado, con su exposición simple de los
aspectos fundamentales del misterio de la salvación, la atención del hombre de
cualquier tiempo. Ella ha ganado la comprensión del hombre de siempre, porque
ha actualizado la vivencia de estos menesteres y respuestas fundamentales,
indiferentemente si se trató del hombre de la Edad Media, del Renacimiento o de
nuestro tiempo, porque esas necesidades y esa sensibilidad son comunes a todos
los tiempos. La Ortodoxia no tuvo necesidad de las especulaciones escolásticas
medievales, para encontrarse en realidad con el hombre de entonces, así como no
necesita auto-secularizarse para encontrarse con el hombre contemporáneo. Al contrario, ella intuye que, auto-secularizándose, perdería
totalmente la atención de este hombre, porque ya no le ofrecería en absoluto la
respuesta a los problemas fundamentales de la salvación, que seguirán
inquietándolo en lo profundo de su ser.
La Ortodoxia también
se ha adaptado, desde luego, a los tiempos. Ella ha ayudado a los pueblos que
la han guardado, en todas las circunstancias de vida por las que han pasado y
en todas sus necesidades. Pero esa adaptación no ha significado nunca una
modificación esencial en ella como misterio, o una sustitución de su misterio
con determinada ideología. Ella ha sido siempre el mismo misterio de lo simple,
fundamental y necesario para la vivencia religiosa. Pero el misterio responde no sólo a estas necesidades fundamentales de siempre, sino a todas
las necesidades de la vida. El misterio cristiano debe ser puesto en evidencia,
en cualquier tiempo, de acuerdo al modo de entendimiento
del mismo tiempo, pero debe ser puesto en evidencia siempre en la misma
integridad que satisfaga las necesidades de la salvación. Los hombres podrán
extraer luego sus conclusiones teóricas y prácticas, entendiendo que el
misterio de la salvación responde también a los problemas especiales de su
propio tiempo, pero sólo en su calidad
de misterio integral del cristianismo, sin reducirse al rol de una simple
respuesta para estos problemas especiales.
Así hizo siempre la Ortodoxia y así lo sigue haciendo. En este
sentido, ella comunica a los hombres al “Jesucristo, el mismo ayer y hoy”
(Hebreos 13, 8), a Jesucristo, Quien, siendo el mismo, responde de la misma
manera como lo hizo ayer. La Ley Antigua estaba sujeta a cambios, para que su
revelación prosperara, pero heste hecho vino a modificar para siempre su razón
de ser, cuando, finalmente, vino a ser cambiada por Cristo. Ese cambio provino
de su incapacidad para hacerse plena como misterio de salvación. Ella pierde su
sentido, “por razón de su ineficacia
e inutilidad, ya que la Ley no llevó nada a la perfección, pues no era más que
introducción a una esperanza mejor, por la cual nos acercamos a Dios.”
(Hebreos 7, 18-19), ya que “éste posee un sacerdocio perpetuo porque permanece
para siempre. De ahí que pueda también salvar perfectamente a los que por él se
llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor”
(Hebreos 7, 18-19).
La Ortodoxia ha entendido que no necesita cambiar nada del
sacerdocio pleno de Cristo, para agregarle o reducirle algo, sino sólo ponerlo
una y otra vez en evidencia, en toda su plenitud. A la Ortodoxia le suena
extraña la expresión “Ecclesia semperreformanda”
(Iglesia en permanente necesidad de reformarse), porque ella comunica completamente
a Cristo, quien es “semperconformis
cum omni tempore” (Permanente en cualquier tiempo).
El Cristianismo
occidental comenzó, a partir de la Edad Media y por medio de la Escolástica, un
camino de “definición”, es decir, de delimitación o concentración del misterio
de la salvación, de acuerdo a las capacidades de la mente humana; este camino
ha sido seguido también por la Reforma, que proviene del catolicismo. El
abordaje intelectual del misterio cristiano sustituyó la vivencia integral del
misterio, con la reflexión en las piezas rotas de éste.
La Ortodoxia ha vivido el misterio de la
salvación en toda su plenitud, siempre. Los pocos términos nuevos adoptados por
los Concilios Ecuménicos, fueron emitidos con el objetivo de no reducir el
misterio a una definición racional, sino precisamente para protegerlo contra
las tentaciones de racionalizarlo y limitarlo, o incluso reducirlo. Dichos
términos tuvieron como propósito proteger la experiencia, por siempre, del
misterio anunciado en el Nuevo Testamento, que somos salvados por el Hijo de
Dios, Quien para esto se hizo hombre y permanece el mismo, eternamente, Dios y
hombre, plenamente accesible a nosotros. Los Concilios han guardado el misterio
de nuestra salvación, conforme el cual la fuente infinita de vida se nos hizo
accesible por medio de la máxima accesabilidad del humano: nuestro semejante.
Ellos rechazaron la tentación racionalista que vaciaba el misterio de la
salvación y hacía vana la misma salvación, reafirmando la separación del hombre
y Dios, o la identificación panteísta del hombre con Dios. El misterio de la
salvación no puede ser reproducido sino paradójicamente y la Ortodoxia ha
guardo el carácter paradoxal del misterio cristiano contra cualquier intento de
división hecha con proposiciones racionales unilaterales.
A la Ortodoxia se le objeta que, así como el cristianismo occidental
se adaptó a la mentalidad de la Edad Media y del Renacentismo, así también ella
se adaptó a la mentalidad bizantina, enterrando el centro vivo del misterio
cristiano en una pompa formalista y aristócrata, que ha perdido toda relación
con nuestros tiempos. No negamos que la Ortodoxia
sufrió una cierta influencia bizantina. Pero esta influencia no llegó a tocar
el centro del misterio cristiano. Al contrario, la vivencia del misterio
permaneció viva también en el período bizantino y se puede decir que no fue el
pensamiento bizantino el que generó la
espiritualidad cristiana de ese período, sino al contrario, la forma de vivir cristiana original generó
el pensamiento y el arte bizantinos. No
fue la visión bizantina de la existencia la que dio a luz a la Liturgia de la
Iglesia, sino la Liturgia de la Iglesia origina produjo la visión
bizantina del mundo.
Lo que se considera herencia bizantina en la vida de la Iglesia Ortodoxa
es, especialmente, esa multitud de símbolos mediante los cuales se expresa le
fe cristiana y su vivencia en el culto, en el arte, en la vida. Pero la
influencia bizantina en la Ortodoxia desarrolló sólo un simbolismo inherente a
la propagación del misterio cristiano. Las definiciones intelectuales y las
exposiciones docrinarias por las que el Occidente buscó y busca suprimir la
divulgación simbólica del misterio de la salvación, comienzan de la convicción
que este misterio puede ser expresado exactamente por medio de palabras
humanas. En realidad, este misterio, entonces cuando es reducido a su sentido
literal y a definiciones intelectuales, se reduce o se desvanece. La plenitud
paradoxal del misterio de la salvación se sugiere de forma más real por medio
de símbolos. Hablar de la cruz y la resurrección de manera general, su
representación en imágenes, su manifestación por medio de los actos
simbólico-litúrgicos, sugiere aún más real y existencialmente el misterio de la salvación, que la teoría
de la satisfacción sostenida por Anselmo, o
la teoría protestante, que no pueden abarcar sino sólo una parte del misterio
imcomprensible de la salvación.
Estas teorías son buenas sólo si no pretenden reemplazar al misterio
en sí, en su plenitud imcomprensible, sino enseñar alguna parte de él, de forma
relativa y provisional. La influencia bizantina consta en la voluntad de
organizar todos los detalles del culto,
del arte, de los gestos de la vida religiosa, de tal manera que exprese
intuitiva y simbólicamente los distintos detalles del misterio de la salvación.
Estos podrían dar cierta impresión de formalismo,
sólo si no son manifestados con seriedad y convicción. Una liturgia oficiada en
cualquier parroquia campesina, cuyos feligreses están acostumbrados a su
expresión natural-simbólica, muestra de un modo claro y penetrante los rasgos
esenciales del misterio de la salvación. En cualquier caso, esta expresión es la misma enseñanza doctrinaria cargada de sutilezas;
mientras tanto, en Occidente han buscado muchas veces sustituir las sugerencias
del misterio, con símbolos. Si la Ortodoxia necesitara adaptarse de alguna
manera a las necesidades del hombre de hoy, esta adaptación no podría constar
en un abandono total de las expresiones
simbólicas, sino solamente una simplificación de tales expresiones,
para que se vean inmediatos los grandes
símbolos del misterio cristiano, correspondiente a los inmensas, simples y
permanentes evidencias y necesidades espirituales del hombre de todos los
tiempos.
Pero debemos reconocer que en la era bizantina la Ortodoxia
presentaba otra característica más (la concordancia entre Iglesia y Estado).
Los cristianos occidentales lo mencionan, pero
reconocen satisfechos que actualmente esa sinfonía ya no existe.
Queremos detenernos en este punto, porque consideramos que tal aspecto no es
propio de la era bizantina, sino que la influencia bizantina sólo vino a
acentuarlo, siendo algo inherente al cristianismo auténtico y, como tal,
permaneciendo de cualquier manera en la Ortodoxia actual.
Mientras
en el Occidente medieval y subsiguiente a la Edad Media apareció y se
desarrolló la idea de dos imperios separados y opuestos, o dos espadas en
lucha, en el Oriente cristiano se afirmaba la unidad del mundo, sostenida por
el mismo Cristo Pantocrátor; el imperio estaba espiritualizado desde su
interior, no estaba obligado exteriormente a someterse a una espada
presuntamente espiritual, que en el fondo lo que podría estar haciendo es obrar
mundanamente, sometiéndose provisionalmente al
imperio seglar a través de cierta superioridad también terrenalmente. El Imperio bizantino se hacía sentir,
encontrándose dentro de las mismas zonas en las que se hallaba también la
Iglesia, en el marco del ordenamiento
universal determinado del mismo Redentor Pantocrátor, aunque en este mismo
marco tenía otras actividades y la autonomía de unos órdenes propios. Esta era
una visión muy cercana a la expresada por el Santo Apóstol Pablo: “Dios colocó todo bajo sus pies, y lo constituyó Cabeza de la
Iglesia. Ella es su cuerpo y en ella despliega su plenitud el que lo llena todo
en todos.” (Efesios 1, 22).
En los siglos siguientes, las cosas se
desarrollaron de una determinada manera también en Oriente, en el sentido de
las concepciones occidentales, llegándose a una separación Estado-Iglesia. Pero
la influencia occidental en este sentido se ejerció mucho más sobre el Estado
que sobre a Iglesia. La Ortodoxia mantuvo su
visión del mundo como un tejido unitario de razones, que tienen como centro y
finalidad en el mismo Pantocrátor. Por eso, la Ortodoxia no puso nada de su
parte para profundizar aquella separación, o para transformarla en cualquier
clase de antagonismos y conflictos entre el orden eclesiástico y el orden
estatal o cultural. Siempre encontró en la solicitud y aspiraciones profundas
del pueblo una plataforma de entendimiento y de colaboración con el Estado.
(…)
La experiencia del
misterio integral de la salvación por parte de la Ortodoxia es una con la
experiencia viva del Espíritu Santo, como el soplo de vida que viene del plan
divino. El Espíritu Santo es el que hace siempre contemporáneo, siembre vivo el misterio de la salvación. Por eso, el Espíritu Santo ocupa un lugar
tan importante en la preocupación y en el discurso de la Ortodoxia. En el
Espíritu Santo, o por medio del Espíritu Santo, la Ortodoxia vive
continuamente el misterio de la salvación, vive a Cristo hecho hombre,
crucificado y resucitado, en Su comunicación viva e hipóstasis hacia los
fieles.
Se ha hablado y se habla mucho también el protestantismo sobre el
Espíritu Santo. Pero el Espíritu Santo (en tal concepción y discurso) de hecho
se ha vuelto el factor fundamental para el individualismo orgulloso, de una originalidad de entendimiento
individual nueva de la fe, no de la experiencia más allá del entendimiento
del misterio. El Espíritu Santo ha sido identificado
allí con fenómenos intelectuales y sentimentales, inmanentes e individualistas. Pero la experiencia auténtica
del Espíritu nos eleva a una percepción más allá de la mente y del orgullo
individualista del misterio, mismo que se nos abre como una realidad no inventada por nosotros, para
todos. El Espíritu Santo es la cima de la obra divina de la Trinidad, venida a
nuestra intimidad subjetiva y revelándose a nosotros como tal, como dicen los
Padres orientales.
El Espíritu nos habla de aquella realidad
divina, no como teoría intelectual, sino como misterio de vida, más allá de
nuestra inmanente vida. Él conecta nuestra vida espiritual con la vida
de Cristo crucificado y resucitado, haciéndola una vida común y nueva. Por eso
el Espíritu es dador de vida y nos hace vivos, porque nos aleja de las especulaciones sobre Dios y sobre la salvación, hechas a la
distancia, en la mismísima experiencia del misterio divino en Su trabajo
salvador. La Ortodoxia, siendo
la experiencia del Espíritu,
como experiencia del misterio entero de la salvación, es siempre actual, porque
esta experiencia siempre responde a las necesidades humanas fundamentales, a
diferencia de culquier teoría intelectual, que debido a su naturaleza reducida
y unilateral, es falta de vida y superada
con cada paso que dé el espíritu en la línea del progreso intelectual.
Esta comunión de la realidad del misterio divino de la salvación, por medio del Espíritu Santo, es una verdadera vida para el espíritu,
con todo lo que significa tal forma de vida. Por eso, canta la Ortodoxia
“Por medio del Espíritu Santo, toda alma resucita”, “Por
medio del Espíritu Santo
comienza la vida”, “El Espíritu mueve la creación”, a donde viene Él, nace la
vida”, “todo se renueva”, “por el Espíritu Santo viene la sabiduría” y “todo
buen don”.
(…)
La Ortodoxia es
doxológica, en el sentido extenso de que todo conocimiento sobre Dios y sobre Su labor
redentora está orientada prácticamente, existencialmente. Es transformada en la
oración, en el diálogo directo con Dios, en el contenido de tal diálogo,
en la substancia de nuestra relación personal y viva con Él. La Ortodoxia ha
mantenido el carácter auténtico de la religión como
diálogo del creyente con Dios, mientras que el cristianismo occidental ha
desarrollado el carácter de doctrina, de filosofía del cristianismo, de gnosis,
que transforma a Dios en objeto, diluyendo Su realidad y subordinándolo
a la mente humana.
Pero sólo en la
relación dialógica Dios es vivido intensamente y en verdad. Por eso la Ortodoxia es la experiencia viva
de Dios. Y Dios, como elemento en el diálogo con el creyente, en su momento, trabaja en su contraparte
humana, la bendice, responde sus peticiones con Su consuelo y Sus dones.
Dios obra en los
creyentes por medio del culto, por medio de sus sacramentos, mientras los
fieles sienten y testifican la presencia de Dios en sus cantos de
enaltecimiento y con las oraciones que le elevan. El culto ortodoxo sacramental
es un diálogo ontológico entre Dios y los creyentes y solamente después de esto
es también un diálogo verbal. Dios obra en nosotros, mientras oramos, después de recordar Sus
hechos redentores y luego de alabarlo por ellos. Y, trabajando en nosotros, Dios
nos abre los ojos del alma para que intuyamos Su
obra, para que la sintamos y nos mueve a expresar nuestro agradecmiento por
este sentimiento. Así, el culto
sacramental no es solamente una forma de oración del conocimiento de
Dios, sino también una fuente de conocimiento y de contínua verificación del
conocimiento de siempre de la Iglesia, forma principal de la tradición viva de
la Iglesia. Las palabras utilizadas en el culto son
la guía hacia la experiencia de su contenido y la expresión de esta
experiencia.
Los fieles ortodoxos
no han obtenido la enseñanza de la Iglesia por medio de catequismos y
esposiciones doctrinales, sino sobre todo del mismo culto, de la práctica
sacramental del misterio de la redención. El pensamiento sobre Dios es culto y el culto es pensamiento,
guía. El creyente ortodoxo no desprecia la reflexión
sobre Dios y sobre Su obra salvadora, pero esta reflexión se hace en el
espíritu del diálogo con Dios, es la reflexión de esa contraparte que
alaba a Dios, le agradece y le pide algo, es una reflexión en el cuadro vivo del diálogo, en la experiencia del
misterio divino. El pensamiento del otodoxo sobre Dios es culto, aún
fuera del tiempo del culto.
Así, en el culto sacramenteal de la Ortodoxia,
que es también pensamiento, trabaja el Espíritu Santo, Quien es la cima de la obra
divina en nuestro interior más íntimo. En la
práctica del culto se produce continuamente el suceso del encuentro con Dios.
En el culto le hablamos a Dios cantando, porque sólo el canto expresa más
cálidamente esa experiencia para la que no existen palabras. Cantando nuestro
ser se hace más sensible a la experiencia del misterio, es llevado por el
entusiasmo que produce en él la vivencia del misterio, del Espíritu
dador de vida y encuentra la forma de comunicar esta vivencia entusiasta. El
canto libera las palabras de su limitado sentido intelectual, haciéndolas adecuadas para vivenciar inefablemente el misterio.
Pero el culto es también, al mismo tiempo, la
conversación del hombre con Dios sobre sus necesidades y las de sus semejantes, las del mundo entero, así como
sus alegrías por los dones recibidos. En el culto, el hombre ve y vive, profunda y existencialmente, su necesidad de Dios y
toma consciencia de lo que para él significa estar en comunión con Dios.
Porque, en el Espíritu Santo, el hombre se ve a sí mismo no en el impase
de su propia impotencia y la infelicidad de vivir sin conocer a Dios, sino en la esperanza optimista de su plenitud
y en el comienzo de esta plenitud, que se teje en el diálogo misterioso y
redentor con Dios. Por eso el culto es dinámico. El hombre se vive a sí mismo,
en su integridad, elevado y puede gustar desde ya (...) de su vida eterna en Dios, en el Espíritu del amor y de la comunión con
Dios y con Sus elegidos. Los íconos de los santos, los himnos de elogios
dedicados a ellos, el vivir en comunión con ellos también, agrandan tal
optimismo. Todo esto comprende una verdadera doctrina vital sobre el hombre,
sobre lo que el hombre puede llegar a ser, mediante la profundización de su
diálogo vivo con Dios y también con sus semejantes, una doctirna de la grandeza
que le espera al hombre, una doctrina de la esperanza para cada creyente, de
una esperanza conocida desde ya, por anticipado. Los íconos y los himnos
dirigidos a los santos mantienen al creyente en cierta
tensión entre la herencia recibida y la plenitud prometida, por medio del desarrollo del diálogo ontológico con
Dios, que es un camino escatológico. La perspectiva escatológica del culto
proyecta una luz de optimismo sobre la vida presente.
El fundamento más
profundo de la esperanza, de la alegría que llena todo el culto ortodoxo y que
caracteriza a la Ortodoxia, es la Resurección. La celebración de la Pascua, que
es el centro del culto ortodoxo, es cual una explosión de felicidad, semejante
a la que vivieron los discípulos al ver al Señor
resucitado. Es la explosión de la alegría cósmica por la victoria de la vida,
después de la inmensa tristeza por la muerte que tuvo que soportar el mismo
Soberano de la vida por haberse hecho hombre. “Que se alegren
los cielos y que la tierra se goce, y
que celebre todo lo visible e invisible, porque Cristo resucitó, la
eterna felicidad“. Todo se llenó
con la certeza de la vida, después de que todo avanzaba inexorablemente hacia
la muerte. El teólogo A. Schmemann dice que esta es la mejor noticia, o el
evangelio que trajo y que promulga todo el cristianismo: la alegría de la
Resurección. Si el cristianismo no le diera al mundo en más esta alegría única,
su razón de ser desaperecería. La alegría de la
Resurección es anunciada por el cristianismo en cada domingo. Porque cada
domingo está dedicado a la Resurección. Así, todo el culto vibra de la
felicidad de la Resurrección y está envuelto en esa tensión escatológia de la
esperanza en la victoria de la vida. “Ahora todo se ha llenado ya de luz, cielos y tierra”, proclama la Iglesia en la noche de la Resurrección. En la noche de la falta de
sentido de un mundo sometido a la muerte, cubierta por un cielo cuya intención
no se conocía, de un tiempo que conducía todo a la muerte, teniendo grabado en
sí el sello del sinsentido, brotó vida de un sepulcro, lo que vino a llenar de
la luz del sentido a todo el mundo y su tiempo, mismo que nos descubrió la
intención bendita del cielo para el mundo y reveló incluso a los ángeles el
sentido de la creación. El tiempo devino entonces, de un tiempo que llevaba a
la muerte, de un tiempo
que se desarrollaba en la oscuridad de la falta de sentido, un tiempo de
resucitar, un acontecimiento luminoso, una celebración permanente. Todos los
días del tiempo, todos los días del año se volvieron fiesta, asegurándonos que
nos llevan a la resurrección, como llevaron a la vida venerable a los santos
que celebramos en cada uno de ellos.
Mejor dicho, todos los días se volvieron vísperas de un domingo eterno, como
los días de la semana son la espera del domingo, porque ellos nos obligan a
esforzarnos, semejante al de los santos, para llegar a alcanzar un feliz
descanso como el de ellos.
La Ortodoxia acentúa
con una especial fuerza la fe del cristianismo en la victoria de la vida. La
lucha tanto tiempo indecisa entre vida y muerte terminó con la victoria
definitiva de la vida. Ahora no tememos más a la
muerte, ahora ya no nos entristece, porque ella es el paso a una vida
verdadera, la cual percibimos desde ahora. La mezcla del sentido y del sin
sentido, impresa en todo, por el simple
hecho de que por una parte existían, por otra todo estaba sometido a la muerte,
se ha vuelto ahora sólo un sentido. La vida ha triunfado
definitivamente sobre la tristeza y la desolación. La creación entera está
destinada, por la Resurrección, a la vida eterna; la creación entera ha sido
recuperada por Aquel que la creó.
Traducción libre
tomada de razbointrucuvant.ro, según el artículo publicado en la revista
Mitropolia Olteniei, 1970, nr. 7-8, págs. 730-738.
Me ha gustado el articulo. La Ortodoxia siempre ha sido "Cristocentrica". El sentido de la palabra "Cristocentrica", significa: "Poner a Cristo en el centro de la vida del hombre". En occidente en cambio, la tendencia siempre ha sido a ser "Antropocentrica". El sentido de la palabra "Antropocentrico", significa: "Poner al hombre en el centro". Bien es cierto, que en mayor o menor medida, la conducta de occidente a estado moviendose en ambos lados, pero siempre ha sido mas "Antropocentrica" la conducta de occidente. Por esta razon de ser "antropocentrico", occidente ha estado siempre vinculando el modo de vivir cristiano, adaptandolo al modo de vivir del hombre en cada epoca. No hace falta que añada mas detalles, porque en este amplio articulo, ya se han descrito bastantes argumentos en este sentido. Me ha gustado mucho el articulo. Me gustaria añadir más cosas, pero por falta de espacio las omito. Que siga publicando articulos interesantes como este. Gracias.
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