Carta pastoral de la Navidad, IPS Teofan.

miércoles, diciembre 26, 2012 Posted by JDavidM






"Yo no vivo más, sino Cristo vive en mí” (Gálatas 2, 20)

Amados hermanos, sacerdotes y cristianos ortodoxos, 

En la misericordia del Señor y bajo Su protección, vivimos en estos días la felicidad de celebrar el Nacimiento de Cristo, la llegada de un nuevo año y la proximidad de la Epifanía. El canto de los villancicos ya ha entrado en nuestras casas, nuevamente nos encontramos con nuestros seres queridos en una cálida atmósfera de familia, de tal forma que las dificultades de un año lleno de problemas no se resienten tan duramente. 

Un momento de paz, entonces.  Ahora, en nuestras iglesias, con los santos oficios, exaltamos el Nacimiento de Cristo, siendo llamados a acercarnos mucho más al gran misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. “Grande es el misterio de la fe correcta”, exclamamos en estos días junto al Santo Apóstol Pablo. 

“Dios Se ha revelado en cuerpo, Se ha tornado en el Espíritu, ha sido visto por los ángeles, Se ha dado a conocer entre pueblos, ha sido creído por el mundo, Se ha elevado en gloria”.

¿Por qué sucedió todo esto? ¿Cuál es el propósito del descenso de Dios a la tierra? ¿Cuál es el significado de estos silenciosos e impresionantes misterios?

La Divina Escritura, los Santos Padres y la consciencia litúrgica de la Iglesia atestiguan, de igual manera, la gran verdad de la Encarnación del  Hijo de Dios y los efectos  de este suceso para la vida del mundo. Dios Se encarnó para “salvar a Su pueblo de sus pecados [2]. “Encarnándose en la Santa Virgen”, dice el Gran Basilio, Dios “Se humilló a Sí mismo, adquiriendo imagen de siervo, haciéndose semejante a nuestro simple cuerpo, para asemejarnos, a su vez, a la imagen de Su gloria”. [3] “Cielo y tierra hoy se han unido, naciéndose Cristo”, canta la Iglesia en las vísperas de la Navidad “Dios a la tierra ha venido y el hombre a los cielos ha subido” [4]

Amados hijos e hijas espirituales,

Hace dos mil años, “al cumplirse el tiempo”[5], como dice el Santo Apóstol Pablo, Dios descendió entre nosotros, los hombres. Por obra del Espíritu Santo, Cristo nació de la Purísima Virgen María, vivió entre nosotros los hombres, nos reveló la verdad, sufrió de una muerte de cruz, resucitó al tercer día y subió al cielo. 

El Nacimiento, la Muerte, la Resurrección y la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo, son eventos que sucedieron en un determinado momento de la historia humana, en un lugar determinado, entre personas concretas, que luego darían testimonio de todo esto acontecido.

¿Tienen, acaso, estos sucesos, un significado puramente histórico o son vistos también a través del prisma de los alcances que tendrían y aún tienen sobre la existencia humana y del universo en general? La respuesta es sólo una: todo eso sucedió “por nosotros y por nuestra salvación”, así como decimos en el Credo, como un brotar incesante del amor de Dios hacia Su creación. “Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a Su Hijo Unigénito para que todos crean en Él y no se pierdan, sino que tengan vida eterna” [6], diría el mismo Cristo.

Bendecido con semejante don divino, el hombre es llamado a abrirse para cumplir en plenitud con el misterio de la salvación en su propio ser. Si Dios descendió a la tierra, el hombre está llamado a elevarse a los cielos. Si Dios Se encarnó y Se hizo hombre, el hombre está llamado a recibir el Espíritu Santo y a deificarse. Si Dios se encarnó en el vientre de la Virgen, el hombre está llamado a prolongar en sí mismo el misterio de la Encarnación, el misterio del Nacimiento de Cristo. 

Amados hermanos y hermanas en Cristo el Señor, 

El Reino de los Cielos es dada incluso desde este mundo a los que se convierten en “templo del Espíritu Santo” [7] y confiesan, junto al Divino Pablo: “Yo no vivo más, sino Cristo vive en mí” [8]. Esto es el cumplimiento de lo que Nuestro Señor Jesucristo testificaba orando antes de su Pasión: “Estos”, es decir, quienes siguen a Cristo, “que en Nosotros sean uno, así como Tú, Padre, en Mí y Yo en Ti (…) Yo en ellos y Tú en Mí, para que ellos también sean plenos en la unidad” [9].

La vida entera de la Iglesia está centrada en la plenitud, en el mismo ser de los hombres, de esta oración: Que Cristo, con el Padre y con el Espíritu Santo estén en nosotros, y que nosotros, en nuestro cuerpo y alma, estemos en Dios. El hombre, afirma San Simeón el Nuevo Teólogo, está llamado a “hacerse familiar a Dios y también casa, y morada de la Trinidad divina, viendo claramente al Creador y Dios suyo, hablando con Él cada día”[10]. A pesar de sus pecados, de sus debilidades de toda clase y de las muchas heridas provocadas por aquellas en su alma, el hombre es llamado a no cesar en la oración para devenir casa de Dios.

“Señor, Dios nuestro (…) así como desde las alturas Te dirigiste hacia nosotros, inclínate también ahora hacia mí para hacerme humilde. Y así como bien has querido yacer en un pesebre, en un cobertizo para animales, así también ten a bien entrar en el pesebre de mi alma y en mi impuro cuerpo” [11], repetimos en la oración de preparación para recibir la Santa Eucaristía. 

La presencia de Dios en el corazón, en la mente, en el alma, constituye el tesoro más valioso del hombre. Es “el tesoro” descubierto en el vergel, que merece cualquier sacrificio para ser encontrado. [12]; Es “la perla más valiosa”, para la cual ningún esfuerzo es demasiado si deseamos obtenerla. [13].
Sin la presencia de Dios en el hombre, éste no tiene el don de la oración verdadera [14], no conoce la dulzura de la humildad, no entiende la felicidad del perdón a los adversarios, no comprende el objetivo de todo lo que le sucede a él, a lo que le rodea, al mundo. Esto, porque sólo “el dedo de Dios sacude las cuerdas de la mente y las pulsa con el canto verdadero”[15], como dice San Simeón el Nuevo Teólogo. Porque sólo “Dios, Quien habita en el hombre,  le instruye sobre lo futuro y lo presente, no con palabras, sino por medio del mismo hecho, por la experiencia y la realidad” [16]. Todo eso debido a que la vida cristiana no se fundamenta en “las sugestivas palabras provenientes de la sabiduría humana”, como dice el Santo Apóstol Pablo, “sino en la certeza del Espíritu y de los poderes (…) en la sabiduría en misterio de Dios” [17].

Amados fieles,

El misterio del Nacimiento de Cristo es vivido, entendido y testificado en su verdadero sentido, por medio de la presencia del mismo Cristo en el corazón, en la mente, en todo el ser. “El alma del  hombre está destinada a ser pura y ser madre”, dice San Máximo el Confesor. El alma del hombre está llamada a ser limpia o purificada, simple y sin ninguna maldad, semejante al alma y cuerpo de la Virgen María, para recibir, en misterio, a Cristo. Por medio de la vida en pureza, con la oración y por el amor hasta el sacrificio, el hombre confiesa su fe en Cristo, dándole entonces a luz, como una madre, en el alma y en la vida de sus semejantes. En este sentido, la vida del hombre es un Belén permanente, un esfuerzo indeleble para recibir a Cristo en su ser y dar su propia vida, ya portadora de Cristo, en servicio a los demás.

¡Es este un camino duro! ¿Quién puede andarlo? La respuesta nos la da el mismo Señor Jesucristo: “Lo que para el hombre es imposible, es posible para Dios” [18]. Nos atrevemos, así, a anhelar que por nuestra fe ferviente en Cristo, Redentor del mundo, por nuestra fuerte esperanza en Su eterna misericordia, por el amor incansable a Dios y a nuestro prójimo – amigos o enemigos – el hombre se acerca a lo que los Santos Padres llamaron “vida en Cristo”, “consecución del Espíritu Santo” o  “el abrazo amoroso y misericordioso de Dios Padre”.

La humildad, único camino que enaltece, el perdonar, único medio para ser perdonados, la caridad, única manera de hacer deudor a Dios, la oración, único modo de elevar al hombre al cielo, la Divina Liturgia, única forma que trae a Cristo en Cuerpo y Sangre, son, de igual manera, las vías por medio de las cuales el hombre es ofrendado en su ser con el mismo Cristo y le da a luz en el corazón de los demás. El esfuerzo continuo de desvestirse del “dulce veneno” de la falsa imagen de sí mismo, es decir, del orgullo, considerado “la esencia profunda del pecado y del infierno” [19], libra al hombre del obstáculo más grande que podría encontrar el introducir a Dios en todo su ser.

Cristianos de los monasterios y cristianos laicos, todos formamos el pueblo llamado a tener al Dios justo “Camino, Verdad y Vida”. La Fiesta de la Natividad del Señor es un estímulo grande para concienciar en este llamado, así como en la necesidad de una respuesta frente a éste.

Le ruego a Cristo el Señor para que nos guarde bajo el cuidado de Su misericordia. Que nos perdone todas las faltas que hemos cometido en contra de Su amor y en contra de nuestros semejantes en el año que ahora termina. Que el Señor esté con nosotros, en la familia de cada uno, en el monasterio o parroquia de la que seamos parte, en Moldova, en nuestro país y en el mundo, durante todo el año entrante y a lo largo de toda nuestra vida.

¡Que la Festividad del Nacimiento del Señor traiga para cada quien felicidad santa, pan y vino sobre la mesa y, sobre todo, paz y buena voluntad entre todos los hombres!

¡Muchas felicidades!

Su humilde rogante ante Dios,

† Teofan

Metropolitano de Moldova y Bucovina


Notas bibliográficas
[1] 1 Timoteo 3, 16.
[2] Mateo 1, 21.
[3] Divina Liturgia de San Basilio el Grande, Arzobispo de Cesárea y Capadocia. .
[4] Verso segundo, tono I, La Litie, en Mineiul pe Decembrie, Editura Institutului Biblic și de Misiune al Bisericii Ortodoxe Române, București, 2005, p. 434.
[5] Gálatas 4, 4.
[6] Juan 3, 16.
[7] 1 Corintios 6, 19.
[8] Gálatas 2, 20.
[9] Cfr. Juan 17, 21.23.
[10] San Simeón el Nuevo Teólogo Cateheze, Scrieri II, traducido por Diac. Ioan I. Ică jr., Editura Deisis, Sibiu, 1999, p. 150.
[11] Segunda oración, de San Juan Crisóstomo, del Canon de para la Sagrada Eucaristía.
[12] Mateo 13, 44.
[13] Mateo13, 46.
[14] Romanos 8, 26; Gálatas 4, 6.
[15] San Simeón el Nuevo Teólogo op. cit., p. 139.
[16] Ibidem, p. 181.
[17] 1 Corintios 2, 4.7.
[18] Lucas 18, 27.
[19] Archimandrita Sofronio, Cuvântări duhovnicești, vol. I, traducido del ruso por Ierom. Rafail (Noica), Editura Reîntregirea, Alba Iulia, 2004, passim.
[20]Cfr. Juan 14, 6.


Traducción libre del texto publicado en:
http://www.doxologia.ro/pastorala/emanuel-dumnezeu-este-cu-noi

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