El Gran Cisma de 1054, parte IV.

domingo, agosto 22, 2010 Posted by JDavidM




Sin duda el Papa no podía, en estas condiciones, ufanarse de un privilegio de infalibilidad; aunque su presencia, o la de sus enviados era considerada necesaria para que un sínodo fuera “ecuménico”, es decir que fuera realmente representativo para el episcopado de todo el imperio, su opinión no era nunca entendida como verdadera “per se”.

Las Iglesias Orientales podían vivir siglos sin comulgar necesariamente con la Iglesia Romana, sin preocuparse mucho de esa situación, y el VI Sínodo Ecuménico no tuvo ninguna reticencia en condenar la memoria del Papa Honorio por sostener la herejía monotelita.

Para los bizantinos no se podía hacer un problema de interpretación de las palabras de Cristo, dirigidas a Pedro “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia” (Mateo 16, 18), “Apacienta mis ovejas” (Juan 21, 15-17), etc., como pudiéndose referir únicamente a los obispos de Roma. La interpretación romana no se ha podido encontrar, verdaderamente, en ningún comentario patrístico de las Santas Escrituras; los Santos Padres, quienes vieron en estas palabras el reconocimiento de la fe en Jesús, Hijo de Dios, atestiguada camino a Cesárea. Pedro es la “piedra de la Iglesia”, en la medida en que él atestigua aquella fe. Y todos aquellos que tienen a Pedro como modelo para su propio testimonio de fe, son también herederos de esa promesa: para ellos, para los creyentes, se ha erigido la Iglesia.

Esta interpretación general, que encontramos en los Santos Padres, recibe también una corrección eclesial en la literatura patrística: los obispos – todos los obispos – son verdaderamente investidos con un don especial de enseñar. Esa misma función consiste en proclamar la fe correcta. Ellos son, entonces, “ex officio”, sucesores de Pedro. Esta concepción, que encontramos expresada claramente en San Cipriano de Cartagena (siglo III) y que aparece repetida muchísimas veces en la entera historia de la Iglesia, fue asimismo sostenida por los teólogos bizantinos.

Entonces, en el fondo del conflicto que oponía a Occidente y Oriente se encontraba una profunda diferencia de carácter eclesial. Esta divergencia estaba ligada a la naturaleza del poder en la Iglesia y, en el fondo, a la naturaleza misma de la Iglesia.

Para Oriente, la Iglesia es, antes todo, una comunidad en la que Dios está presente por medio de los sacramentos; los Sagrados Sacramentos son la modalidad por la que se conmemora la muerte y resurrección del Señor y por medio de los cuales se anuncia y se anticipa Su segunda venida. La plenitud de esta realidad está presente en cada Iglesia local, en cada comunidad cristiana reunida alrededor de la mesa eucarística, teniendo al frente un obispo, sucesor de Pedro y de los otros apóstoles.

Verdaderamente, un obispo no es sucesor de un solo apóstol y no es de gran importancia el hecho de que la Iglesia fue fundada por Juan, Pablo o Pedro, o cuál tiene un origen más reciente o modesto. La función que ocupa presupone que su enseñanza está de acuerdo a las mismas enseñanzas de los apóstoles, de los cuales Pedro era el portavoz, porque el obispo ocupa en la mesa eucarística el mismo lugar del Señor, que es, según como escribía en el siglo I San Ignacio de Antioquia, “ícono del señor” en la comunidad que conduce. Estas características episcopales son esencialmente las mismas en Jerusalén, en Constantinopla o en Bucarest, y Dios no podría determinar privilegios separados para alguna Iglesia, porque Él le da a todos esa plenitud.

Las iglesias locales no son comunidades aisladas unas de otras; ellas se mantienen unidas a través de su identidad de fe y de testimonio. Esta identidad se manifiesta especialmente en ocasión de la santificación episcopal, que necesita la reunión de varios obispos. Para hacer más eficaz el testimonio de las Iglesias, para resolver problemas comunes, los sínodos locales se han reunido periódicamente, comenzando con el siglo III, estableciéndose un “orden” entre iglesias. Este “orden”, que comporta un primado honorífico – el de Roma y luego, el de Constantinopla – y primados locales (metropolitas, hoy conductores de las iglesias “autocéfalas”) es sin embargo susceptible de modificaciones; no tiene una esencia ontológica, no maltrata la identidad fundamental de las Iglesias locales y supone un testimonio unánime de una sola fe ortodoxa. Dicho de otra manera, un primado hereje perdería necesariamente cualquier derecho a ése primado.

De esta forma, se ve claramente en donde se encuentra la misma raíz del cisma entre Oriente y Occidente. En Occidente, el “papismo”, luego de alguna evolución a lo largo del tiempo, pretende, conforme a una decisión de 1870, una infalibilidad doctrinaria y, al mismo tiempo, una jurisdicción “inmediata” sobre los creyentes. El obispo de Roma sostiene que es el criterio visible de la verdad y único conductor de la Iglesia Universal, poseyendo también poderes sacramentales distintos a los de los otros obispos.

En la Iglesia Ortodoxa, ningún poder de derecho divino podría existir, fuera y sobre las comunidades eucarísticas locales constituidas por lo que hoy llamamos “diócesis”. La jerarquía de los obispos y las relaciones entre ellos son reguladas por cánones y no tienen un carácter absoluto. No existe un solo criterio visible de la verdad, fuera del consenso de las Iglesias, que encuentra su expresión más natural en un sínodo ecuménico. Aún así, incluso este sínodo – como hemos visto en párrafos anteriores – no tiene autoridad “per se”, fuera o sobre las Iglesias locales, y no es más que una expresión y testimonio de un acuerdo común. Una adición formalmente “ecuménica” puede incluso ser rechazada por la Iglesia (ejemplo: Éfeso 449, Florencia 439), La permanencia de la verdad en la Iglesia es, así, un hecho de orden supra-natural, similar a las realidades de los Santísimos Sacramentos. Su eficacia es accesible a la experiencia religiosa, talvez no al examen racional y no podría ser supuesta a las normas de derecho.


(Extraído y traducido de "Călăuză în Credinţa Ortodoxă". Por el Archimandrita Cleopa Ilie. Editura Mănăstirea Sihăstria. Rumanía, 2007. Páginas 21-33)

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